lunes, 29 de septiembre de 2008

Dulces elecciones (o aproximación a lo que el amor debería ser en alguna otra vida)


Ya lo dijo la madre del filosófo, maratonista, músico, héroe de guerra y empresario más influyente del último siglo: “La vida es como una caja de bombones, nunca sabes lo que te va a tocar”. No descubro nada si digo que el amor y lo dulce son universos que siempre estuvieron relacionados. Vínculo que, sin necesidad de recurrir a especialistas, está forjado por las sensaciones que uno y otro proporcionan más allá de cuestiones marketineras. Ya sea como meros obsequios ocasionales, ardides y/o pretextos lo cierto es que en la vida de una pareja las golosinas fuero, son y serán una constante.
Siempre me atrajeron los locales de venta de golosinas “al por mayor”. No me refiero a esos supermercados para mayoristas sino a esos kioscos ubicados en zonas estratégicas, por lo general en esquinas rodeadas de paradas de colectivos, en donde tan sólo $1 te alcanzaba para seis alfajores Guaymallén, ocho turrones o tres Biznikes . Más allá de la desactualización de los precios recuerdo esas experiencias como los primeros acercamientos a la noción de poder adquisitivo ya que con $ 5 uno podía hacer desastres y darse una panzada de sus golosinas favoritas. Una de las cosas que me llamaban la atención eran esos canastos de madera (tipo macetas) rellenos hasta la manija de dulces. Podían ser Bon-o-Bones, caramelos Billiken, Titas u otro tipo de golosina. En ocasiones eran surtidos y contenían productos diversos de valor similar. Demasiado bombardeo visual para cualquier niño pero representaban mucho más que una simple imagen atractiva. Eran lo desconocido, lo imprevisto, el sinfín de posibilidades, el poder de elegir, la capacidad de sorpresa y elección en su forma más pura. Para un preadolescente la abundancia, la tentación y la lujuria no eran mucho más que eso: un canasto desbordante de golosinas.
Todavía los usan y debo admitir que esos canastos siguen activando mi líbido. Aún hoy cada vez que me cruzo con locales de este tipo, freno y algo compro (si bien siempre estuvo la tentación del manotazo furtivo con su posterior raje nunca cedí, quizás por el miedo a no poder regresar). Llaménlo curiosidad, debilidad por lo dulce o una forma nostálgica de reflotar aquellas experiencias lo cierto es que se me hace imposible pasar de largo. Pero sospecho que es mucho más que eso.
A pesar de los riesgos de caer en simplificaciones, analogías baratas y zapatos de goma (¿pará que están los blogs sino?) me di cuenta que uno se para frente a una mujer de la misma manera que lo hace ante un canasto de golosinas. Están en juego, el menos, expectativas similares: tiene todo por conocer con las posibilidades abiertas, la capacidad de sorpresa, la pimienta de lo desconocido y la aventura de la exploración. Quizás, en ciertas circunstancias, el poder de elección esté más acotado pero aún presente. Podemos arremangarnos, meter mano (sin chistes fáciles) e involucrarnos a medida que vamos descubriendo que el surtido de golosinas es amplio (y todas nos gustan) o darnos cuenta que a ese chocolate tentador y de envoltorio estridente lo acompañan esos caramelos de menta rellenos de anís que tanto odiamos y sólo le gustan a la tía Elvira. O la cosa puede estar repartida y ahí sí se complica la elección. Lo diverso y sus variaciones frente a la seguridad de lo monótono, de los que eligen siempre del mismo canasto. Nunca probaron las golosinas de la canasta vecina, están conformes con su habitual compra y no ven motivo para modificarla.
Claro que en la vida sentimental es todo mucho más complicado. Quizás lo más difícil sea la conexión con lo que deseamos. Por cuestiones que se nos escapan, nos resulta mucho más fácil identificar el deseo por un alfajor, turrón o un par de caramelos que darnos cuenta la manera de pensar una pareja o las expectativas que estamos dispuestos a poner en juego cuando interactuamos con el otro. Tal vez sea el miedo de encontrar debajo del envoltorio algo que no nos guste o que eso de andar metiendo mano en varios canastos tenga mala prensa. También debe pesar la incapacidad de entregarnos al goce y al disfrute como lo hacemos, por ejemplo, a la hora de atacar ese chocolate que teníamos bien guardado. Pensamos y medimos demasiado todo lo que hacemos y decimos sin permitirnos error alguno.
Quizás esta comparación sea antojadiza y estás líneas no hayan sido más que una exteriorización imprudente. Lo bueno es que terminaron y ya puedo irme a comprar algo dulce porque si algo que no debemos dejar de hacer es pasar por el kiosco.